lunes, 23 de noviembre de 2009

Gripe A (II): Los virus

Una de las cuestiones más controvertidas de cuantas han preocupado a los científicos de cualquier época es la del propio concepto de la vida. Tanto es así, que ni siquiera hoy contamos con una definición que resulte satisfactoria para todo el mundo. Con frecuencia recurrimos a concretar lo que llamamos funciones vitales, para identificar como vivos a los seres que las llevan a cabo: los organismos vivos nacen, se alimentan, crecen y se reproducen. Pero, si ese fuera el único criterio, ¿no deberíamos considerar como vivo al fuego, por ejemplo?

Los seres vivos comparten, en su composición, la presencia de unas moléculas complejas llamadas ácidos nucleicos (básicamente, podemos considerar dos tipos, que se denominan, de forma abreviada, ADN y ARN). Los ácidos nucleicos son la materia de la que están hechos los genes, que contienen las instrucciones que determinan que los miembros de cada especie se parezcan entre sí y se diferencien de los de otras especies.

La gripe es una enfermedad infecciosa producida por un virus. Los virus son organismos microscópicos tan rudimentarios que ni siquiera hay consenso en considerarlos vivos, a pesar de que tienen genes: están formados por un acúmulo de ácido nucleico (hay virus de ARN y virus de ADN, lo cual ya plantea la clasificación más sencilla de los mismos) protegido por una cubierta de proteínas (que recibe el nombre de cápside). No son, ni tienen, por tanto, células, y por ello son incapaces de reproducirse por sí mismos. Se dice que son organismos defectivos, pues tienen el defecto de que, para reproducirse, necesitan aprovechar los recursos estructurales de otros organismos más complejos. Los virus se introducen en el interior de las células de los organismos a los que invaden, los cuales reciben, por este hecho, el nombre de huéspedes. Se integran en lo más íntimo de las mismas, en su núcleo, y se confunden con los genes del huésped, donde pueden pasar desapercibidos durante años. Al distorsionar la información genética de la célula, pueden interferir con su normal funcionamiento, y, además, llegado el momento de reproducirse, abandonan la célula que les dio cobijo produciéndole un deterioro significativo. Por ambos motivos, no es de extrañar que frecuentemente sean causa de enfermedades (su nombre procede de la palabra latina virus, que significa toxina o veneno).

Puesto que los virus necesitan un huésped para reproducirse, y no pueden conservarse activos indefinidamente cuando se encuentran libres en el ambiente (es decir, no conservan durante mucho tiempo su capacidad infectante: podríamos decir que mueren, si no fuese porque ya hemos dicho antes que no podemos considerarlos vivos), ni tienen capacidad para desplazarse por medios propios, es por lo que podemos afirmar que el chiste de MEL publicado en El Diario de Cádiz el 16 de junio de 2009 supone una exageración que consigue provocar la sonrisa precisamente por lo disparatado de su planteamiento: los virus no acechan debajo de la cama esperando el momento más propicio para atacar a las personas.



Lógicamente, en los chistes gráficos la exactitud no es un requisito imprescindible. Por el contrario, el animus iocandi (que es una expresión latina que se usa para referirse al ánimo jocoso, es decir, a la intención de provocar la risa) permite sacrificar la exactitud en aras de determinados recursos como la exageración, tal como acabamos de ver, u otros. Se trata de inexactitudes no sólo aceptables, sino la mayor parte de las veces incluso buscadas con la intención de conseguir la sonrisa del lector. Por ello, cuando desde estos párrafos las destacamos y comentamos, no pretendemos criticar la ignorancia de los autores (pues tenemos la convicción de que no hay tal ignorancia), sino, por el contrario, aprovechar la oportunidad que se nos brinda para introducir nuevos conceptos.

El hecho de que los virus se instalen en el interior de la célula que han infectado, y se oculten allí confundiéndose con las estructuras propias de aquélla (nótese que los virus informáticos reciben tal nombre precisamente por ser capaces de actuar de la misma manera en nuestros ordenadores), es lo que hace que nos resulte tan difícil encontrar medicamentos que consigan eliminarlos. Los antibióticos, de los cuales existe un amplio arsenal que nos permite luchar con evidente ventaja frente a las bacterias (que son otros microorganismos, más complejos, algunos de los cuales también pueden producir enfermedades), no sirven contra los virus. Por el contrario, los antivirales (de los que ya hablaremos) son más escasos y, en general, menos eficaces.

Gripe, varicela y rubeola, por citar tres ejemplos, son enfermedades producidas por virus para las cuales no tenemos tratamiento curativo. Hemos de esperar a que el sistema inmunológico, que es el encargado de defendernos frente a los elementos extraños, aprenda a contener el virus, y, de esa forma, consiga la curación de forma espontánea, lo cual, en ausencia de complicaciones, en el caso de los ejemplos citados suele ocurrir en el plazo de unos días.

Cuando el sistema inmunológico ha aprendido, finalmente, a defenderse del virus en cuestión, guarda memoria durante años de la forma en que lo ha hecho, y podría repetirlo, de forma inmediata y con mayor eficacia, en caso de que se produjese otra infección por el mismo virus: este fenómeno se llama memoria inmunológica, y es lo que permite el desarrollo de las vacunas.

Debido a su tamaño diminuto, los virus no pueden ser vistos a simple vista. Por el contrario, son tan pequeños que ni siquiera se ven al microscopio óptico. El ser humano no pudo ver los virus hasta que se inventó el llamado microscopio electrónico (en la primera mitad del siglo XX), que permite una resolución mucho mayor que el microscopio óptico.

Aunque, como nos recordaba MEL el pasado 5 de mayo de 2009, de nuevo en El Diario de Cádiz, por muy pequeño que sea el virus de la gripe A, durante los meses inmediatamente posteriores al inicio de la pandemia no ha pasado, precisamente, desapercibido:



Y respecto a las vacunas, ¿qué podemos decir? Sin perjuicio de un posterior abordaje más pausado, procede ya introducir algunas nociones básicas.

Cuando se fabrica una vacuna, lo que se busca con ella es estimular el sistema inmunológico frente a un germen concreto, sin causar daño. Es decir, la vacuna debe tener potencial inmunógeno (capacidad de desencadenar una respuesta inmune, que quedará grabada en la memoria inmunológica) sin tener potencial patogénico (capacidad para producir enfermedad).

Cuando se trata de vacunas frente a virus, existe la posibilidad de debilitar a los mismos, mediante procedimientos físicos o químicos, para disminuir su capacidad nociva, sin alterar las estructuras que despertarán la respuesta defensiva del huésped. A esos virus modificados nos referimos como virus atenuados (o virus vivos atenuados). En ocasiones, es recomendable este tipo de vacunas, pues pueden desencadenar una mayor respuesta defensiva en el huésped, pero deben evitarse en personas que tengan disminuida, por una causa u otra, su capacidad defensiva frente a los gérmenes (inmunodeprimidos), pues, aunque son virus muy debilitados, que en condiciones normales no causan daño, no puede descartarse que en una persona inmunodeprimida el potencial patogénico residual del virus pudiera dar lugar a una reacción adversa. Podemos entender que a este tipo de virus se refiere MEL (sí, de nuevo MEL: casualmente, los tres ejemplos cuyo análisis nos ha parecido más adecuado para ilustrar esta entrada son del mismo autor) cuando, el 15 de septiembre de 2009, nos presentaba en El Diario de Cádiz este chiste (entendiendo, eso sí, que los virus atenuados que se utilizan en la fabricación de vacunas no nacen, sino que se hacen... en los laboratorios):



Otra posibilidad es inactivar por completo el virus, también mediante procedimientos de laboratorio (aunque no siempre es fácil conseguir esto sin alterar sustancialmente las estructuras del virus que queremos que el sistema inmunológico reconozca): en este caso, hablamos de virus inactivados (o virus muertos).

Los procedimientos para atenuar o inactivar los virus pueden implicar la necesidad de cultivarlos (hacer que se multipliquen, creando las condiciones propicias para ello) en diversos tejidos animales, frecuentemente huevo de gallina. Si se ha utilizado huevo (y sólo en ese caso), podrían quedar restos del mismo (en cantidades extraordinariamente pequeñas, pero aún así detectables: es lo que se llama “cantidades traza”) en la composición de la vacuna, y ese es el motivo por el cual algunas vacunas no pueden ser empleadas en personas que están diagnosticadas de alergia al huevo, ante la posibilidad de desencadenar en ellas una reacción alérgica.

Existe, también, la alternativa de producir, mediante técnicas de ingeniería genética, los fragmentos concretos del virus que queremos que el sistema inmune reconozca, y de esa forma disponemos de vacunas que incluyen estructuras virales para cuya obtención no ha sido necesario utilizar ningún virus completo de la naturaleza: son copias idénticas de las que éstos tienen, pero han sido fabricadas artificialmente en un laboratorio expresamente para la elaboración de la vacuna: esas son las que se llaman vacunas recombinantes.

Ninguna de las vacunas que hasta la fecha han sido autorizadas para la inmunización frente a la gripe pandémica H1N1 (gripe A) incluye virus vivos atenuados: se trata de vacunas que incluyen virus inactivados o fragmentos virales, concretamente fragmentos de proteínas de la cápside viral llamadas hemaglutinina y neuraminidasa. A pesar de esta característica común, la elección de una vacuna u otra para ser administrada a los distintos grupos de población no es una elección caprichosa, sino que está justificada por circunstancias que expondremos cuando hablemos de estas vacunas con más detenimiento.