martes, 6 de abril de 2010

Gripe A (XIII): La actuación de los poderes públicos.

Irrumpe la gripe pandémica H1N1 en el panorama internacional en un momento en que una parte de la población española tiene la sensación de que el gobierno ha estado negando la realidad de la crisis económica (voluntariamente o por error, que ninguna de esas opciones resulta tranquilizadora) hasta el día en que seguir rechazando su evidencia no podría calificarse sino de obcecación imprudente. En ese contexto, los mensajes institucionales orientados a disminuir la preocupación causada por la enfermedad se reciben con un escepticismo nada disimulado. Manel F. nos lo contó en la portada de El Jueves 1667 (correspondiente al 6 de mayo de 2009) del siguiente modo:























En la misma línea, al inicio de la pandemia algunos autores, desde la convicción de que la repercusión mediática de la enfermedad favorecía al Gobierno por distraer la atención de la población de otros temas de la actualidad política, social y económica, llegaron a sugerir que el tratamiento sensacionalista de la gripe A por parte de los medios de comunicación podía estar favorecido por los propios poderes públicos para utilizarla como cortina de humo. Forges (el 29 de abril de 2009, en el diario El País) acuñó un juego de palabras y llamó a la enfermedad gripe “porcima”, en lugar de la (todavía entonces utilizada) denominación de gripe porcina, apuntando a que servía para cubrir (y, de esa forma, tapar y ocultar) otros temas que al poder político no interesaba que la opinión pública prestara atención:

Por su parte, Romeu (el 18 de mayo de 2009, igualmente en El País) implica también a la comunidad científica (representada mediante un médico, ataviado con bata blanca y gorro de quirófano) en la trama, retomando en su interpretación del origen de la enfermedad una de las teorías conspiratorias carentes de fundamento que ya analizamos en la entrada que, meses atrás, dedicamos al asunto:

Pero, por lógica y, en nuestro caso, también por mandato constitucional (pues la Constitución Española de 1978 establece para los poderes públicos la obligación de tutelar la salud pública), el Gobierno y la Administración no pueden inhibirse ante una amenaza para la salud como la que representa una pandemia, y deben (como, realmente, se hizo) poner en marcha medidas y recomendar pautas de actuación encaminadas a disminuir la diseminación de la enfermedad y a recuperar la salud de las personas contagiadas.

Ello supone el desarrollo de una serie de actividades (no excluyentes) que pueden ir desde potenciar la investigación científica en la búsqueda de tratamientos y vacunas, hasta la organización de los recursos públicos asistenciales y preventivos para el abordaje de los casos individuales (decidiendo, por ejemplo, a qué grupos de población se facilitará la vacuna de forma gratuita, o qué enfermos tienen criterios de ingreso hospitalario), pasando por la recomendación de pautas de actuación a los ciudadanos para disminuir el contagio o minimizar las consecuencias del mismo. Tales actividades no pueden derivarse de decisiones arbitrarias, sino que, por el contrario, han de estar basadas en el conocimiento científico. En un caso como el que nos ocupa, en el cual las características de la enfermedad resultaban al inicio desconocidas y han ido conociéndose a medida que la pandemia evolucionaba, no debería extrañar que las recomendaciones puedan cambiar en consonancia con ello. Sin embargo, si en algún caso la población interpreta esas modificaciones como muestras de  indecisión o como incoherencias (muy especialmente si esta interpretación es magnificada por los medios de comunicación social), ello derivará en el incremento del escepticismo con que los mensajes institucionales se reciben.

Desde ese escepticismo, los humoristas gráficos han encontrado en las recomendaciones institucionales un amplio campo para hacer chistes, que analizaremos a continuación.

Antes de entrar a analizar detenidamente cada una de esas medidas, valgan como ejemplo de lo dicho los dos chistes (ambos igualmente críticos, pero de planteamiento opuesto entre sí) con que cerramos esta entrada: el primero, de El Roto, publicado en un momento (el 16 de junio de 2009, en El País) en que los medios parecían todavía vaticinar una hecatombe mundial, considera las medidas institucionales insuficientes; el segundo, de Manel F., publicado en una fase más avanzada de la pandemia (el 7 de septiembre de 2009, en Público, con el título “Curso del 2009”), las tacha, por el contrario, de desproporcionadas.