Con carácter general, una vacuna es un medicamento que proporciona protección contra enfermedades futuras.
Aunque, en un sentido estricto, cuando hablamos de vacunas nos solemos referir a las vacunas contra las enfermedades infecciosas (esto es, las enfermedades producidas por gérmenes), en la práctica también denominamos vacunas a otros medicamentos que se administran para proteger en el futuro contra otro tipo de enfermedades: el ejemplo típico lo constituyen las vacunas de la alergia (cuyo nombre técnico es inmunoterapia), de las cuales hablaremos en otra ocasión. No obstante, salvo que especifiquemos lo contrario, en lo sucesivo al hablar de vacunas nos estaremos refiriendo a las vacunas contra las enfermedades infecciosas.
Las vacunas frente a las enfermedades infecciosas son medicamentos que se obtienen a partir de microorganismos o de sus partes, o bien guardan gran similitud con éstas: cuando se administra a una persona sana un microorganismo similar (pero inofensivo, o mucho menos peligroso) al que causa la enfermedad que queremos prevenir (llamado microorganismo patógeno precisamente por su capacidad para causar enfermedad), o bien fragmentos de este último, se consigue que su cuerpo produzca defensas contra el mismo. Podemos decir que el cuerpo “aprende” a defenderse contra ese germen, pues se estimula la llamada “memoria inmunológica”, de la cual ya hemos hablado en una entrada anterior. Si en un futuro esta persona entrase en contacto con el microorganismo patógeno contra el cual ha sido vacunada, reaccionaría de un modo más rápido y eficaz gracias a su memoria inmunológica, sus defensas le protegerían y no padecería la enfermedad (o bien ésta cursaría de forma más leve).
Las sustancias que, introducidas en un organismo, desencadenan una respuesta del sistema inmunológico, con producción de defensas, reciben el nombre de antígenos. Las vacunas están elaboradas, por tanto, a base de antígenos.
Consideramos a Edward Jenner el descubridor de la vacuna. Jenner era un médico rural inglés que constató que los ordeñadores de vacas padecían una forma más leve de viruela (la viruela bovina, de la cual se contagiaban por el contacto con las ubres de las vacas) y quedaban, tras ella, protegidos contra la viruela humana, mucho más grave. Buscando conseguir esa protección de forma artificial, inoculó pus procedente de una persona que padecía viruela bovina a un niño sano (un experimento que, aún cuando en su momento tuvo éxito, en la actualidad es absolutamente impensable, por el riesgo que entraña), consiguiendo de ese modo su protección (su “inmunización”, es el término técnico).
El nombre de “vacuna” procede, como resulta evidente, de su asociación originaria con el ganado bovino.
Al igual que ha ocurrido con frecuencia en la historia de la ciencia, al principio la propuesta de Jenner, tan novedosa en su época, no fue bien acogida por muchos de sus colegas, y tuvo muchos detractores. Había incluso quien afirmaba que inyectar al ser humano material procedente del cuerpo de una vaca podría hacer que se adquiriesen características de dicho animal. El caricaturista británico James Gillray lo plasmó con humor en esta obra que data de 1802, titulada "La viruela bovina o los maravillosos efectos de la nueva inoculación":