Desde que tuvimos conocimiento de la magnitud de la tragedia que afecta a Japón, los medios de comunicación social han manifestado reiteradamente preocupación acerca del efecto que podrían tener las radiaciones sobre la salud de los japoneses. Especialmente representativos de lo anterior resultan la portada del número 1765 de El Jueves (correspondiente al 23 de marzo de 2011), de Pallarés, y los chistes de Lejeune y de Cáneba que pueden verse a continuación, aparecidos respectivamente en El Jueves nº 1764 (del 16 de marzo de 2011) y en el ya mencionado El Jueves nº 1765:
Las radiaciones son un tipo de energía que forma parte de la naturaleza. En condiciones normales hay radiaciones en el medio ambiente: son lo que llamamos radiación ambiental. Gran parte del material del suelo terrestre emite radiaciones, y también las estrellas (en nuestro caso, muy especialmente el sol), y la atmósfera ejerce una función protectora, comportándose como una especie de pantalla que filtra las radiaciones procedentes del exterior (radiaciones cósmicas). Ese es precisamente el motivo por el cual el aumento del llamado agujero de la capa de ozono resulta peligroso: se trata de un debilitamiento de esa pantalla protectora, permitiendo que pase desde el exterior más radiación de la deseable.
Además de fuentes naturales, existen también fuentes artificiales de radiación, pues las radiaciones resultan útiles en múltiples aplicaciones. Por ejemplo, en medicina nos proporcionan valiosas herramientas para diagnóstico (muchas de las que llamamos pruebas de diagnóstico por imagen, incluyendo las radiografías simples) y valiosos recursos terapéuticos (como la radioterapia, que es uno de los tratamientos que se usan contra el cáncer).
En condiciones controladas, las radiaciones no tienen consecuencias destacables para la salud. Los problemas vienen (como ha ocurrido en Japón) cuando escapan a control, como nos recordaba Mel en Diario de Cádiz el 17 de marzo de este mismo año:
Hay diversos tipos de radiación, y sus efectos son muy diferentes. Por ejemplo, la luz es un tipo de radiación (radiación lumínica o energía lumínica) que, tal como se encuentra en la naturaleza, no suele resultarnos nociva, aunque algún autor ingenioso (concretamente el dibujante argentino Andrés Diplotti, que colgó esta advertencia en su blog La Pulga Snob el pasado 5 de abril de 2011) se dedique a alertarnos sobre sus riesgos (ojo: se trata, obviamente, de una broma):
Más peligrosas son las llamadas radiaciones ionizantes, que son aquellas radiaciones con energía suficiente para ionizar la materia, es decir, para hacer que desprendan electrones. Entre las que se encuentran de forma natural en la corteza terrestre pueden mencionarse las partículas alfa, beta, gamma y rayos X.
En general, podemos afirmar que cuanto más joven es una persona, más sensible es al efecto de las radiaciones ionizantes, pues los tejidos en proliferación o crecimiento son más sensibles que los tejidos maduros. Los niños, por tanto, son más sensibles que los adultos. Y una mujer embarazada expuesta a radiaciones puede quedar indemne mientras que el feto que se aloja en su útero puede verse afectado. Tampoco los distintos tejidos tienen la misma sensibilidad cuando se ven expuestos a radiaciones, pues hay tejidos mucho más resistentes que otros.
Tenemos dos unidades de medida que resultan esenciales en radioprotección. El Gray es la unidad que mide la dosis de radiación absorbida por el cuerpo. El Sievert, por su parte, es una unidad que relaciona esa dosis absorbida con el riesgo de producir efectos nocivos sobre el organismo, y su cálculo es más complejo, pues, partiendo de la dosis absorbida, introduce una serie de factores de corrección dependientes del tipo de radiación, del tipo de exposición y de la sensibilidad específica de cada órgano o tejido afecto: la piel y los huesos son los que consideramos menos sensibles.
El tipo de exposición puede ser externa (a través de la piel) o interna: a veces, en los tratamientos radioterápicos, la fuente de radiación se introduce dentro del organismo (en la llamada braquiterapia, para la cual se suelen aprovechar los orificios naturales del cuerpo), y la radiación también puede inhalarse (con partículas que entran por la vía respiratoria) o ingerirse con los alimentos (como nos sugirió Alfons López en nuestra última entrada, o como también nos recordaba el mismo autor en Público el pasado 27 de marzo de 2011):
La piel, por su parte, aunque no se cuenta entre los tejidos más sensibles, es la capa más externa de nuestro organismo, por lo cual, ante una exposición externa, suele ser la que más directamente se ve afectada y la que más dosis absorbe. Dosis altas en un corto periodo de tiempo dan lugar a quemaduras importantes en la piel, con caída del pelo y de las uñas (como vimos en nuestra entrada anterior, cuando hablábamos de los efectos agudos). Obviamente, cuanto mayor sea la dosis, más profunda será la quemadura, siendo la superficie ósea la que ofrece más resistencia, como mostró Alfons López en Público el 21 de marzo de 2011: